La plaza del ajolote.
Morir en México

La plaza del ajolote.

Los muros de sangre.

Pablo se pregunta porque tener simpatía con alguien desconocido, solo por el hecho de morir juntos, de esperar la muerte en horas de angustia, aguardar el paso del segundero sin poder hacer nada. Cómo dejar de pensar en la muerte, cuando es lo único que nos espera: dormir, no pueden; salvarse no es una alternativa, solo les queda hablar para no pensar en sus cuerpos recargados en un muro frío, testigo inminente de sus últimos minutos.

Esa misma empatía discurre por muchas regiones del país, dónde los temas de siempre, en las últimas décadas, comienzan a provocar una sintonía en los discursos, muchos de ellos —por desgracia no todos y no siempre leales—, apuntan al cese de la violencia, a las nuevas praxis para erradicar los males del país, discursos afines al momento y dolosos en sus raíces.

En el relato de Jaun Paul Sarte (El muro), se cuestiona la participación de Pablo en la Guerra Civil española, no desde el discurso tendencioso sobre el conflicto bélico, sino desde la perspectiva de qué estaría dispuesto a entregar el protagonista a cambia de defender su causa. Su vida, lo único que le resta, está en peligro, al borde del abismo donde no existe escapatoria y está obligado a deshacerse de sentimientos innecesarios para enfrentar el final de una vida que está apunto de ya no pertenecerle.

Las relaciones interpersonales entonces toman un papel central en la narración, se evoca a la empatía, al agrado del momento. Tres condenados a muerte comparten un sótano escuro, mal oliente, en el que los sentidos se intensifican y dan pie a los cuestionamientos personales. ¿Por qué dar mi vida? ¿Por qué hacerlo junto a desconocidos? ¿Con quién me gustaría estar? ¿A quién me gustaría dirigir mis últimas palabras?

Todas las respuestas conducen a Pablo al abandono, al sentir como sus latidos se sincronizan con el reloj —aquel que seguro está en algún lugar, lejos de ellos pero restándole tiempo a sus vidas—. Los tres aguardan la muerte de distintas maneras, seguros de que sucederá, merecida o no, el final llegará, cuando los fusiles comiencen a resonar y el muro se tiña con las primeras manchas de sangre del día.

Mientras tanto, en México, millones de andantes han recorrido miles de kilómetros en busca de alivio, de justicia y paz, una labor que no les corresponde, pero que sienten más que las dependencias federales. En México, de acuerdo al informe del Registro Nacional de Personas Extraviadas y Desaparecidas existen 32 mil personas desaparecidas en el país. Muchas de ellas no han sido lloradas —al menos no en un féretro—, otras, con nombre y apellido, acumulan montones de páginas archivadas en expedientes olvidados.

En este país tampoco se piensa en la muerte, no como una normalizada manera de vivir de millones de mexicanos que caminan sin saber si regresarán sobre sus pasos, en México se cuenta a los muertos y se les asigna una condición: narcotraficantes, periodistas, mujeres, niñas, niños, policías, militares, marinos, padres y hermanas, que enfurecen las opiniones y castigan con discursos impotentes a las instituciones. Morir aquí implica llenar una línea más en las listas de la impunidad.

En aquel sótano, cómplice de la oscuridad y el carbón, abunda la normalidad —al menos la que permite la espera de la muerte—, hasta que alguien recuerda la hora.

–Son las tres y media- menciona el belga (custodio de los condenados)

De inmediato Tom y Juan se derrumban, el primero lamenta la revelación y se cuestiona el momento en que la noche comenzó, ¿Cuándo el tiempo inicio la carrera hacia la muerte? El otro llora, «No quiero morir, no quiero morir» y acaricia sus manos a sabiendas que nunca más volverá a sentir esa piel.

Imagino entonces a los miles de desaparecidos y a los miles (y contando lamentablemente) de asesinados en tierras mexicanas, tal vez en ese transcurso hacia la muerte sufran la angustia de cuestionar su vida; quizá piensen en su muerte como un golpe que afectará a alguien más. Nunca lo sabremos, una vez más gracias a la impunidad y la falta de pericia para atender un conflicto que comenzó a vislumbrarse hace ya muchos años, cuando las condiciones sociales se rompieron y dejaron de existir puentes para conectar a una sociedad cada vez —así parece— más incapaz de relacionarse sin violencia.

Aprendimos a convivir con la violencia, la hicimos nuestra y la trasmitimos por generaciones. Nos hicimos, pues, tolerantes y precavidos ante una actitud que nunca debió permear en las «buenas costumbres» mexicanas. Llegamos entonces  a construir un manto social para defendernos y justificar las agresiones y nos despreocupamos por la muerte. Esa ya estaba ahí.

En México se  muere por muchas cosas: por decir la verdad o por ser mujeres, por votar en contra o a favor de alguien, por vestir la camiseta de un equipo de futbol o resistirse a un asalto —todas ellas absurdas maneras de morir—. Así se vive  y se muere en México, en plena época de la cuarta transformación, cuando las sillas presidenciales se reacomodan y las bandas (también presidenciales) se limpian para recibir a su nuevo portador.

Cuando los primeros disparos rompen el silencio del alba, Pablo se siente listo, morir será el premio perfecto para su vida. Tom y Juan salen primero: un estruendo confirma sus muertes, pero ésta demora para el protagonista. Una última oportunidad, sí delata a Ramón Gris, le será perdonada la vida. Traición a la causa, a cambio de vivir ¿para qué?

La traición no cabe en Pablo así que opta por el engaño y miente sobre el escondite de Gris. Pero el engaño encontró en la casualidad a la cómplice perfecta para salvar la vida del condenado. Ramón, fue descubierto en el cementerio, el lugar falso que Pablo eligió para confesar. La vida decidió por él, la muerte no es suya aún; ahora podrá pensar en los motivos para morir, mientras tanto, nosotros nos preguntamos a quien delatar para salvar nuestras vidas, hacia donde apuntar los dedos acusatorios que nos garanticen unos segundos más de reflexión. Para pensar en la vida o en la muerte, en lo que sea. Esto es México…

HOY NOVEDADES/LIBRE OPINIÓN

Por: Ernesto Jiménez