La plaza del ajolote
Acúsome de ser culpable

La plaza del ajolote

Cuento de todos los días.

A ningún mexiquense sorprendió el video en el que dos sujetos armados toman el control —por unos segundos— dentro de una unidad de transporte del Estado de México, mejor conocidas como combis. No sorprende porque se enfrentan a diario al temor de ser víctimas de uno de los 6 mil 593 (solo hasta septiembre) asaltos a transporte público en la entidad, no sorprende porque esas historias son contadas como cuentos de cuna a los infantes, bajo la primicia: ¡Qué bueno que no te hicieron nada!

Mientras en la entidad gobernada históricamente por el PRI (ahora bajo la reluciente figura de Alfredo del Mazo) el costo del transporte público es uno de los más altos, casi tan altos como sus índices de inseguridad; en la gran metrópoli, los capitalinos avanzan todos los días al cuidado de sus pertenencias, mismas que pueden ser sustraídas —a discreción, la mayoría de las veces— sin que se den cuenta y revendidas en algunos de los tianguis o plazas comerciales del Eje Central, en pleno corazón de la CDMX.

En esos pensamientos andábamos cuando:

—Órale pinche ratero

—Suéltame hijo de tu puta madre

—Crees que no sentí como jalabas mi celular

—Suéltame cabrón o te rompo tu madre

—A ver, ahora sí, pinche rata

—Pinche pendejo, suéltame ya

El escenario, el siguiente: cerca de las 15:20 horas, la tarde se tornó de un gris amenazador, la lluvia caía de manera copiosa sobre las calles aledañas al Monumento a la Revolución, el servicio en el metro de la Ciudad de México —digno de una tarde similar— lento y engentado, los rostros de los usuarios, cansados, fatigados y molestos, no avanzaba el tren y los últimos en rebasar los torniquetes corrían amenazantes en dirección a la multitud. Las puertas se cerraron.

Al menos un par vieron con tristeza como el tren avanzaba, con cientos de cuerpos tocándose involuntariamente, mientras ellos esperaban el arribo del siguiente monstruo naranja (aunque ya hay de varios colores).

La siguiente parada obligatoria —Hidalgo— recibió un escupitajo en la cara, decenas de pies rompieron la línea amarilla y se perdieron en las estrechas escaleras, otros más empujaban para ingresar antes de apagarse el sonido que advierte el cierre de puertas.

Ya adentro, comenzó la batalla. Dos manos —a escaso metro y medio de mí— forcejeaban, varias miradas buscaron a los protagonistas, los audífonos cayeron y avanzó la gritadera:

—Yo no estaba haciendo nada

— ¿Cómo no? pinche rata. Me estabas jalando el celular

— Ya suéltame wey. Te voy a romper tu madre, puto

Tal vez fueron 30 o 40 segundos de forcejeo, hasta que el ofendido soltó la sudadera azul del presunto ratero y volvió la mirada hacia la otra puerta, para perderse en pensamientos, sentimientos o coraje —que sé yo—. El señalado, un joven no mayor a  25 años, acomodó su prenda ultrajada (un par de veces), esquivó las miradas acusadoras y el subconsciente lo traicionó.

—Si hubiera querido robarte, ya te hubiera robado

Nadie prestó atención a la confesión y todo terminó una estación después. Al abrirse las puertas en Bellas Artes, muchos bajaron, entre ellos el ahora confeso, que eligió el vagón conjunto para seguir su camino. Los malos pensamientos me sugirieron que buscaría consagrar su obra, pero nadie más acusó robo alguno.

No sorprende tampoco el silencio complaciente y cómplice de una sociedad que lucha por deshacerse de una herencia impuesta: no permitir la normalización de la violencia. La seguridad en el Valle de México es una tarea que millones enfrentan a diario, hartos de entregar sus pertenencias a cambio de sus vidas, hartos de persignarse para que no les toque a ellos, pero callados ante el amenazante cierre de las puertas, mientras revisan que en sus bolsillos sigan sus celulares.

Por: Ernesto Jiménez

HOY NOVEDADES/LIBRE OPINIÓN