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Por: Cecilia Ramírez

Sin más, me encontraba en busca del número de asiento, como era de esperarse mi equipaje no cabría puesto que casi todo el maletero estaba lleno, así que me paré en seco y busqué la ayuda de una azafata para subir mi valija unos lugares adelante del mío. Antes de que la azafata pudiera llegar conmigo, el chico simpático que venía atrás de mí, me dijo que él me ayudaría a subir mi maleta, así lo hizo, le agradecí y continué con mi camino. Llegué a Vallarta y pasé cuatro días increíbles (esa es otra aventura que amerita su propio relato), es decir, estar en la playa siempre es bueno.

Mi vuelo de regreso sería a las siete de la mañana, para las cinco yo ya estaba en la sala de espera, con el ánimo por los suelos, la energía inexistente y el agotamiento que había apartado un lugar en mi espalda. Luego de entretenerme un par de horas en no sé qué, llegó el momento de abordar el avión y, ¿adivinen qué?, aquel chico de cuatro días atrás estaba, nuevamente, en mi fila, ahora él era el que iba delante mío. Mi primera reacción fue la creación de una estructura complejísima para que se diera un encuentro casual, me mirara, se enamorara a segunda vista y me propusiera matrimonio… ok, no. Pero sí maquiné una estrategia para coincidir, hacer conversación y, quién sabe, en una de esas resultaba ser una linda y bella persona con quién pasar horas platicando de física cuántica y rocas volcánicas, o bien, de su estancia en Puerto Vallarta. Me decidí por la última opción y mis palabras exactas fueron: «¿cómo estuvo tu viaje?», él, con cara de extrañeza, pero siempre gentil me respondió un simple: «muy bien». Ok, no pasaba nada, no me había reconocido y yo con mi cara zombi ilusa no podía retroceder el tiempo; el único recurso que me quedaba era recordarle quién era yo, la torpe chica a la que había ayudado días antes… ¿no?, ¿aún no me recuerdas?… ok, no pasa nada. Él respondió: «recuerdo haber ayudado a una chica, ¿eras tú?» Por favor, trágame tierra y regrésame a la playa. «Sí, era yo». Porque la vida no pudo haberme jugado broma más simpática, se sentó en la misma hilera que yo. Me informó que estaría, por primera vez, en la Ciudad de México y que su estancia duraría una semana, me mostró los lugares que le habían recomendado y me preguntó algunas cosas sobre el transporte público de mi bella y caótica ciudad. En un principio pensé darle mi número sin otra intención más que ayudarlo, si en algún momento se encontraba en problemas. De verdad, esa era mi intención. Sin embargo, al final decidí que no lo haría puesto que se podría mal interpretar y además no tenía nada de ánimo para flirtear, no necesitaba un hombre que llegara a mi vida, al menos no en ese momento.

En cuanto el avión aterrizó y se encendieron las luces para poder levantarse del asiento, yo lo hice, formada en la hilera de salida de la aeronave y con mi maleta en la mano, volteé a verlo y le hice una señal despidiéndome, él sonrió y me dijo: «chao». Con mi despiste más fuerte de lo habitual, salí del avión en dirección a no sé dónde, así que cuando aquella voz conocida y aquella célebre silueta se hicieron presentes a mi lado, yo me espanté y salté un poco. «Hola, me llamo Miguel, ¿tú cómo te llamas?» Y justo ahí fue el inicio.