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La plaza del ajolote

Hambre de verdad y gasolina

Corría el año de 1692 cuando Carlos de Sigüenza y Góngora dio cuenta de lo acontecido en la Plaza Mayor de la entonces Nueva España: la «plebe (enardecida) gritando: “¡Muera el virrey y cuantos lo defendieren (…) Mueran los españoles y gachupines!”». La causa, la escasez de granos, provocada por las intensas lluvias ocurridas un año anterior.

La ahora llamada Ciudad de México ―siempre víctima de inundaciones, centro político, social y comercial― enfrentaba una severa crisis de gobernabilidad, provocada por la poca cantidad de granos básicos para la alimentación de los pobladores, misma que encontró su punto más álgido el 8 de junio de 1962, cuando un motín en el primer cuadro del país culminó en incendios a balcones y puertas del Palacio Virreinal (hoy Palacio Nacional), además de saqueos y afectaciones al mercado del Parián, la Alhóndiga y a las casas del Cabildo.

La turba, enardecida, exigía el suministro de maíz (principal alimento del mexicano) y culpaba al virrey y corregidor de comérselo todo; mientras el pueblo moría de hambre, culpaba también a los españoles por venirse a comer su comida, el alimento de un pueblo conquistado que parecía discorde con las nuevas cadenas que le implantaron. Llovía «tan espesa cantidad de piedras sobre palacio» —escribió Sigüenza—, muchas de las cuales golpearon las puertas y las ventanas del máximo recinto del poder colonial.

Más de tres siglos después, la Ciudad de México continúa padeciendo los estragos de las inundaciones y el desabasto —aunque ahora de combustible—; a sus males se suman, la escasez de agua, el tráfico y la falta de empleos. Justo en tiempos modernos en los que se prometió una nueva (llamada cuarta) transformación, se escuchan —quizá más fuerte que nunca— nuevas protestas que amenazan la estabilidad de la nación.

El prometido combate contra el huachicol se transformó en una paranoia colectiva que impide medir los estragos verdaderos del «desabasto», acompañados por dos ejércitos que siguen sin proponer una tregua; ambas avanzadas han gastado todo un arsenal para defender u ofender al «mesías de la democracia». Todos quieren tener la razón.

Los entonces pobladores de la Nueva España señalaron a los tenedores de comercios por acaparar el poco grano que había para incrementar su precio, algo que molestó e incentivó la rebelión; muchos de los habitantes, sumidos en la embriaguez del pulque, condujeron a la multitud para perpetrar el motín. En pleno 2018, la embriaguez vuelve a darse, ya no con la también llamada bebida de los dioses, sino con palabras y opiniones, la «verdad» suplió a la borrachera como el fin último.

Acudieron a la Alhóndiga y, sabedores de los cajones donde se encontraban los insumos, saquearon todo y después le dieron fuego: «les faltaban manos para robar y no se preocupaban por las desvergüenzas que hablaban». El Palacio Virreinal, el Ayuntamiento y la Alhóndiga fueron los edificios más afectados, consumidos por el fuego y rotas sus puertas y ventanas.

Nos dicen (ahora) que el desabasto es cierto, pero por años fuimos testigos del robo a las arcas nacionales; millones y millones de pesos desaparecieron en las narices de Pemex, mientras los culpables se refugiaban tras relucientes escritorios (debidamente pulidos). Si en 1691 Góngora lamentó el año vivido, «pero ―escribió— el siguiente será malísimo», qué pensaría de 2018.

Comienzo a escuchar gritos, gente correr, bocinas de autos exclamando libre paso —piden algo—. Salgo a la calle y una larga fila de vehículos me impide el paso. Caminaré un poco, con la esperanza de regresar tres siglos en la historia.

Por: Xólotl

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